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Foto del escritorCatherine Servín.

Cuento histórico

El siguiente cuento fue escrito para la asignatura de Historia Universal, se remonta en la Edad Media, donde Amelié, la esposa se un Señor Feudal vive grandes tragedias en su búsqueda por recuperar Jerusalén y comienza a plantearse nuevas dudas que la llevan a dejar la ignorancia pero también, meterse en un gran lío.




AMELIÉ


“Se herían y mataban unos a los otros como animales, pero podías ver banderas y escudos representando a Dios en todas partes, el creador, el que originó el conflicto…”

Me llamo Amelie. Hace 4 años que me casé con Sebastián. Él era un caballero y mi familia surtía de grano a los reyes, por lo que éramos adinerados. El matrimonio fue aceptado por ambas familias, pues los dos obtenían beneficios. Sebastián era el heredero de un feudo, así que cuando su padre muriera él lo administraría. Era un feudo muy grande, con muchas tierras fértiles, al igual que muchos habitantes. Me agradaba mi destino.


Vivíamos en el castillo, en una habitación muy amplia, con puertas enormes de madera y un balcón con vista a los jardines del castillo. El padre de Sebastián era un gran señor Feudal y Sebastián se sentía constantemente presionado a que debía de ser tal como su padre, querido y respetado por los habitantes.


Nuestra vida consistía en salir a ver que los campesinos trabajaran las tierras y cumplieran sus jornadas, además de regresar y asistir a los eventos del castillo, al igual que salir de vez en cuando para tratar asuntos que el sr. Feudal (el padre de Sebastián) no podía atender.


Una parte fundamental de nuestra vida era rezar diariamente, asistir a las misas y escuchar lo que el Papa Urbano II y el rey decían acerca de la voluntad de Dios, nuestro señor, salvador y el que decidía el destino de nuestras vidas. Siempre seguíamos la voluntad de Dios, pues si no seríamos castigados y arderíamos en el infierno por traicionarlo.


Hace tan solo dos meses, su padre falleció debido a una enfermedad así que mi esposo tomó el control y lo cuidaba muy bien, se interesaba por el bienestar de todos los habitantes, por lo tanto, era muy querido y aceptado entre la población. Era un honor que trabajara para el rey y recibir sus órdenes, también indirectamente servir al Papa, el único representante de Dios en la Tierra.


Como siempre fuimos religiosos, como debía de ser, seguíamos las órdenes del rey y del Papa Urbano II. Fue por eso que cuando el Papa dio la orden de que los caballeros fueran a recuperar Tierra Santa que se encontraba en las manos de los musulmanes y por la voluntad de Dios debíamos pelear por ella, no lo dudamos ni un segundo.

Sebastián juntó a sus hombres, al igual que en todos los feudos, iban a pelear, otros se quedaban a trabajar las tierras y a proteger.


Yo decidí ir con mi esposo y quedarme en la fortaleza donde todos se resguardarían.

-¿Estás segura? Podrías quedarte aquí, protegida, sin riesgo - me dijo cuándo le conté mi idea

-Quiero ir contigo, no existe otra opción- contesté con decisión

-Si te pasara algo, nunca me lo perdonaría- dijo el algo nervioso

-Hay riesgo en todas partes- dije- Si no voy contigo yo nunca me lo perdonaré- añadí

Pero…

-Está decidido- dije- Dios está con nosotros.


Ojalá nunca hubiera tomado esta tonta decisión.

Días después preparamos todo para el viaje hasta la fortaleza cerca de Jerusalén, necesitarían muchas mujeres para cocinar y atender a los heridos, fue por eso que tuve autorización de ir. El viaje fue cansado y con paradas continuas en otros feudos para comer, beber agua y descansar.


Después de mucho tiempo de cabalgar en por las noches frías y pasar por tierras de calores intensos e insoportables, llegamos al feudo donde nos resguardaríamos para que los caballeros atacaran. El castillo era mucho más pequeño, al igual que las habitaciones, pero había mucha más gente haciendo guardia y ayudando. Desde ahí dejé de ver a mi esposo tan frecuentemente como antes, pues atacaban continuamente y yo solo esperaba que él regresara con vida.

Así vivía mis días y mis noches, resguardada, por meses, rogándole a Dios que cuidara a nuestros hombres.


Recuerdo la noche en que comencé a cuestionarlo todo. Mi esposo llegó en la madrugada, con su armadura cubierta en sangre y una cara que nunca lograré olvidar. Sebastián nunca fue un hombre muy expresivo, pero podía ver como aguantaba las lágrimas en sus grandes ojos azules. Le ayudé a quitarse la armadura sin preguntar nada y le di un abrazo. Se fue a dormir sin decirme ni una palabra y yo llevé su armadura a limpiar.


Cuando bajé encontré a una de mis amigas, Claude, la esposa de un caballero limpiando la armadura de su esposo igual que yo. Fue ahí cuando me dio la terrible noticia:


-¿Ya te enteraste lo que le ha pasado a Francis?- comentó con inmensa tristeza

-¿Qué ha pasado?- dije temblando, esperando no escuchar lo que estaba imaginando

-Murió- contestó- murió esta noche justo enfrente de tu esposo, el intentó salvarlo pero…

-Ya era muy tarde- completé


Francis era un gran amigo de Sebastián y él tuvo que verlo morir. ¿Por qué Dios permitía tanto sufrimiento solo por recuperar un simple pedazo de tierra? ¿Realmente valía la vida y la sangre de tantos hombres?


-Es lamentable- comentó con lágrimas en los ojos- siempre estoy muerta de miedo de si Enrique regresará con vida

-Todas lo estamos- comente con la mirada perdida

-Todo sea por la voluntad de Dios – dijo mirando al techo

-Todo sea por la voluntad de Dios- repetí con algo de sarcasmo en mi voz

-Buenas noches Amelie- dijo Claude mientras se retiraba


Esa noche no pude dormir. Comencé a dudar de este Dios en el que siempre había confiado. Este Dios al que teníamos que obedecer incondicionalmente o nos castigaría.

Finalmente, semanas después de esta noche, habían logrado derrotar a los musulmanes, teníamos Jerusalén de nuevo, por lo que iniciamos nuestro camino para mudarnos ahí. Era sorprendente que teníamos Tierra Santa en las manos de quienes debía estar según el Papa y el rey. El siervo de Sebastián se estaba encargando del feudo mientras veíamos como se manejaría Jerusalén.


Fuimos al enorme castillo anteriormente manejado por musulmanes, el cual se empezó a llenar de cruces e imágenes de Dios y el Papa en cuanto llegamos. Ver esas imágenes me atormentaba, me hacía recordar a Sebastián cubierto en la sangre de Francis, me hacía recordar su constante sufrimiento y me hacía sentir como una traidora a lo que debía creer y a lo que debía ser fiel.


Sebastián insistió en que debíamos visitar el sepulcro de Jesucristo, por órdenes del Papa y para presentar nuestro respeto. El tiempo que estuvimos ahí fue insoportable para mí. Ver a los caballeros heridos caminar hasta ahí, para presentar sus respetos y perdonar sus “pecados”. Estuve callada, encerrada en mis pensamientos. Había voces corriendo por mi cabeza diciéndome “Dios es malo” “¿Dios realmente existe?” Llegué a pensar que estaba poseída por algo maligno. Fue un alivio cuando regresamos al castillo.


Como era lógico, no pasó mucho tiempo para que comenzaran los ataques de los musulmanes. Una noche, mientras dormíamos, los guardias nos alertaron, estábamos siendo atacados. Sebastián tomó su espada y me tomó de la mano, ni siquiera pude ponerme los zapatos. Corrimos fuera de la gran habitación y me envió al escondite con las demás mujeres y los pocos niños que había, escoltada por un guardia.


Mientras corría para resguardarme, tuve que pasar por un pequeño puente, pero los momentos en los que estuve ahí fueron eternos para mí. Pude ver como los hombres se mataban los unos a los otros, sin piedad, sin culpa, sin remordimiento, pero aun así veía imágenes de Dios por todas partes, escudos, cruces, de todo. En ese momento estuve segura de que si realmente había un Dios, a él no le importábamos en lo más mínimo.

Después de lo que parecieron horas, los musulmanes que quedaban ya se habían ido y pude salir del escondite para ver si Sebastián seguía vivo. Lo vi, con algunas cortadas en el rostro y corrí a abrazarlo.


Las mismas voces se repetían una y otra vez en mi cabeza: ¿Cómo es que Dios permite esto? ¿Es realmente su voluntad? ¿El Papa y el rey han inventado todo? ¿Hay realmente un Dios vigilando nuestros actos?


Unas noches después del ataque, cuando ya no aguantaba esas voces susurrando en mi mente, cuando ya no me sentía yo misma, decidí compartir algunos de mis pensamientos con Sebastián antes de dormir:


-¿Cómo sabemos que Dios realmente nos ha pedido matar a todos esos musulmanes?- pregunté con algo de temor

- El Papa ha hablado en su nombre- contestó extrañado- además solo nos ha pedido recuperar lo que nos pertenecía desde un principio, lo que es de Él, nuestro señor, matar a los musulmanes y perder a los nuestros fue un pequeño precio a pagar.

- Pero… -dudé- ¿será realmente cierto? Es decir, por qué dañar a tanta gente

- ¿Dudas de la voluntad de Dios Amelie? – Preguntó él levantando la voz- Esto podría costarte la vida ¿sabes?

-Yo- dije con miedo- no sé, era solo una pregunta tonta, olvida que la hice…

- Y no vuelvas ni a pensar en ello- contestó enojado- o Dios va a castigarte – añadió.


Esa noche, como de costumbre, no pude dormir, pues las mismas voces en mi cabeza me mantenían activa. Ya no sabía si eran realmente mis pensamientos, porque parecía que alguien más me lo decía. No soportaba el seguir repitiendo aquella imagen de todos matándose, las cruces por todas partes, el derramar tanta sangre por la voluntad de alguien que no conocíamos, el perder vidas inocentes por simple temor a ser castigados.


Mi día no fue mucho mejor, las voces eran cada vez más constantes y fuertes, estaba distraída y me sentía frustrada pero preferí callar. Pero Sebastián aun así decidió llevarme a rezar toda la mañana, supongo que sentía que mis palabras de anoche eran un pecado. Toda mi estancia ahí, las voces en mi cabeza no paraban de sonar.

Mientras comíamos Claude notó mi distracción y rareza por lo que decidió preguntar:


- Amelie ¿Te sientes bien?

-Sí, yo…- respondí sorprendida- estoy bien, solo que no dormí muy bien anoche

-Puedo notarlo, pareces distraída hasta me atrevería a decir que algo enferma- comentó con preocupación

-No, yo estoy bien, de verdad – dije con una sonrisa forzada

-¿Segura? Hace días que no pareces tu misma, si hay algo que te inquiete puedes contarme

-Estoy bien- dije cortante


La verdad es que no me sentía como yo misma. Era inquietante que solo yo pensara eso, que después de vivir y ver todo esto, todos siguieran siendo ignorantes ante la situación y siguieran creyendo lo que se nos impuso siempre. Las imágenes pasaban en mi cabeza y las voces ya no me dejaban en paz por más que intentara callarlas.

El incidente que definió todo ocurrió 6 días después. El día que jamás hubiera deseado vivir. Estaba en el comedor, cuando nos avisaron. Nos estaban atacando de nuevo. Sin pensarlo, corrí al escondite con las otras mujeres donde permanecimos calladas mientras escuchábamos espadas y gritos de dolor afuera, esperando que no fuera alguno de nuestros caballeros.


Después de un rato, ya no escuchábamos nada, tan solo un silencio ensordecedor, por lo que pensamos que había terminado, que los musulmanes ya se habían marchado. Caminé un poco y fue ahí cuando entraron los enemigos, armados, nos tomaban del cuello, algunas eran golpeadas, otras simplemente asesinadas, todo mientras las cruces de las paredes caían, al igual que mi fe, si es que algo de ella quedaba.


Me tomaron del cuello y me pegaron contra la pared. Me sentía desesperada, no podía hablar, moverme y mucho menos gritar para pedir ayuda. Lo que pasaba por mi mente era ¿Dónde está Dios ahora? Entraron algunos caballeros cristianos y eran asesinados sin piedad. Las mujeres gritaban y pedían ayuda. El hombre que me sujetaba me soltó para defenderse.


Aproveché el momento para moverme y tomé una espada de un caballero asesinado y la oculté en mi vestido. Otro hombre intentó agarrarme, yo me aferré a la espada e intenté correr, pero él me tomó violentamente del cuello, ya no podía respirar. Impulsivamente, mientras las voces comenzaban a hablarme en mi mente, tomé la espada, se la crucé por el cuello y logré huir.


Nunca olvidaré ese momento. Nunca olvidaré esa última mirada que me lanzó el hombre en sus últimos momentos antes de dejar de existir. Tampoco olvidaré su rostro o cómo su cuerpo cayó ante mis pies y su sangre se derramó en mi vestido. Mientras corría y lloraba, no dejaba de pensar en mi terrible acto. Tal vez él tenía hijos y una esposa que lo esperaban en casa. Tal vez él era obligado a luchar y a matar, solo por recuperar un pedazo de tierra. Yo lo había privado de existir, yo le había arrebatado la vida.


En ese momento pude verlo todo con claridad: no se trataba de un tonto pedazo de tierra o del hombre, era tan solo la verdad, Dios no existe. Era un invento para controlarnos, controlar nuestra voluntad, lo que debíamos pensar y como debíamos actuar. Dios no existe. Yo no maté ese hombre por la voluntad de Dios, Dios no existe.

Salí del castillo. Vi los cuerpos de cientos de hombres. Vi sangre derramada en todas partes y las banderas tiradas. Me arrodille y miré al más hermoso atardecer que había visto. Suspiré. La escena corría una y otra vez en mi cabeza. Estaba tan claro. Dios… No… Existe, pensé.


-Dios no existe- dije para mí misma

-Dios no existe -dije un poco más fuerte

-¡DIOS NO EXISTE! – grité

Los hombres que se metían al castillo de nuevo me miraron.

-¡DIOS NO EXISTE! – Volví a gritar


Vi a cuatro hombres cabalgar hasta mí.


-¡DIOS NO EXISTE! – grité una vez más riendo.


Los hombres me tomaron y me gritaron acerca de la traición a Dios, al Papa y a mi rey mientras me amarraban.


-¡Amelie! ¡NO!- gritaba Sebastián- ¡NO!- Decía con desesperación.

Pero yo realmente no escuchaba a nada.


Voy amarrada como prisionera. Sé que probablemente me van a matar por gritar lo que grité, por expresarme y decir la verdad. Sé que nunca veré a mi esposo otra vez. No me importa lo que hagan conmigo. Sé que “Dios” no me va a castigar.



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